He perdido toda mi fe en las personas. Y,
aunque parezca mentira, no es por el daño que me hayan causado los demás ni por
el que yo he hecho a otros. Simplemente es porque me he traicionado a mí
misma.
Todos me decían que cuando crecemos nos
fallamos, dejamos de vivir y nos centramos en sobrevivir. También me contaban
que un día nos despertamos y caemos en la cuenta de que no somos como
esperábamos ser. Ojalá hubiera sido así.
Yo no he estado ciega, simplemente no he
querido ver lo que pasaba; aceptar lo que sentía. Mi proceso ha sido gradual,
me he visto a mi misma caer en el vacío. Numerosas veces he estado en la orilla
del precipicio, a punto de caer, pero siempre me salvaba milagrosamente.
Salvaba los obstáculos, me reponía a los golpes y corregía los fallos. Y ahora,
cuando menos parecía probable, he caído hasta el final. Sin cuerda y sin nadie
a quien aferrarme, sin una mano caliente que me ayudara a subir de nuevo.
Creí que cerraba una etapa para dar
comienzo a una nueva, que supuestamente sería mucho mejor; incluso cambié el
color de mi pelo. ¿Y de qué ha servido? De nada. Como comencé diciendo, he
perdido toda la fe en los demás porque soy plenamente consciente de que ni si
quiera yo misma me respeto. He fallado a todos, me he olvidado de mis
principios y todavía soy lo suficientemente osada para quejarme. Quizá siempre
haya sido siempre así, o tal vez sea que el amor nos hace mejores personas y yo
de eso no tengo. ¿Qué más da en realidad? La cuestión es que estoy sola, me
siento vieja, cansada e incluso amargada. Y que no hay nadie a quien contarle
como me siento, tan solo el vacío y el silencio. El peso de los errores, un
alma perdida. Yo misma.
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